Sinestesia.
Siempre han estado ahí, sólo necesito darle a la tecla correcta para verlos. Justo en ese momento, cuando suena su música (y solo con su música) comienzo a ver este particular baile de círculos concéntricos. Se contraen, se expanden. Salen, entran. Juegan, ríen. Lo llenan todo, no hay huecos vacíos. No paran de moverse en perfecta armonía con la pieza musical que suena. Y solo desaparecen cuando termina la última nota. Las obras de Mozart. Cualquiera de ellas. Mi compositor favorito de música clásica de todos los tiempos. Esa es para mi, la tecla que debo tocar. Solo entonces me sucede esta especie de sinestesia. El genio. El duende. Lo sublime. Lo excelso. Lo magistral. El amor sin límites por la música, hasta la extenuación. Lo pícaro. Lo osado. La alegría y la belleza. Lo armónico. Lo perfecto. Lo innato. La facilidad para llenarlo todo con su presencia y hacernos ver que la música estaba (está) dentro de él. A todas horas, en todo momento. Incluso sigue